sábado, 22 de agosto de 2020

HISTORIAS DE TORTUGA CHUECA

 

El domador Gauna


Dicen que en todo pueblo chico las cosas del Universo se manifiestan como si fuera una gran ciudad. Como si en un solo punto, minúsculo, pudieran concentrarse todas las vivencias y energías del cosmos.

Y Tortuga Chueca no fue la exepción.


Los carnavales fueron siempre, fiestas de gran brillo y entusiasmo.

Las gentes del pueblito en se preparaban para el corso y los bailes casi todo el año.

Se adornaba todo con farolitos de papel de colores verdes, blancos y amarillos meses antes y se podaban los árboles de la calle principal para que no molestaran a las carrozas que pasaban tiradas por bueyes, yeguas o por tractores.

Se regaba el piso de la calle Mandariaga (en honor a los fundadores) horas antes, en la justa medida para que no hubiera barro o polvo.

Se preparaban los palcos y dos o tres escenarios para los festejos al aire libre.

Y la propaladora ponía mas altavoces cónicos en todas las pocas esquinas, para que nadie se perdiera la transmisión de los festejos que hacía, con su habitual locuacidad y su leve acento portugués, el cura Enrique das Neves Pessoa desde su parroquia, siempre tan brillante como excedido en sus comentarios y reprensiones para que el público no se desbordara, cuando el desbordado, no fuera él!


Sobretodo cuando pasaba la carroza del bar del Chueco Loayza, bautizado el Ciprés (en honor al Líbano, tierra original de su mujer Laila) y se lucían las cinco hijas del matrimonio, exhibiendo sus esbeltas figuras, sus ojos de cielo y sus cuerpos juveniles, claro que después que partiera Luna, no fueron mas.

Al cura, enamoradizo como era, le cambiaba la voz, se le ponía mas aguda, por evitar deshacerse en elogios ante la muchedumbre, elogiando a las “turquitas” (como las llamaban las gentes)


Cerrado el Corso, cada noche, la multitud se trasladaba en masa al Club Social y Deportivo Unidos de Tortuga, para el baile y cierre posterior de los festejos con fuegos artificiales, que su presidente el Gordo Olivera, traía de la lejana Rosario.

Pasión, Fuerza y Coraje era su lema de honor pintado en verde, sobre un fondo amarillo fuerte, en el frontispicio del club que había diseñado y construido el maestro albañil, don Ramón Rodriguez en sus años mozos.

El verde y el amarillo eran los colores de la divisa y pendones del humilde club pueblerino, que había elegido el cura párroco Pessoa, que en verdad no era portugués sino brasileño.


Las girnaldas que adornaban el galpón del club ni siquiera se descolgaban de año en año, solo se las limpiaba con unos plumeros largos.

Se preparaba el “bufé” en el extremo opuesto al escenario y siempre bajo techo, porque en tiempos de carnaval, es sabido que por las noches cálidas, siempre se armaba una buena tormenta de fin de verano.

Se iluminaba todo con decenas de faroles Sol de Noche a gas de kerosene que prestaba todo el pueblo. El pibito, en aquel entonces, Luquitas Altamirano (hijo del Rengo) era el encargado de “darle bomba” a los faroles para que no aflojaran, y el nene corria, entre su incesante parolteo, de gancho en gancho y de farol en farol para mantenerlos funcionando.


El Gordo Olivera y el Comisario Hacha Figueira eran los encargados de vigilar que todo ocurriera en orden y con respetuosa alegría.

Las orquestas se traían tradicionalmente de Venado Tuerto o de Pergamino.

Eran típicas que “ejecutaban” (literalmente) variados temas populares, desde tangos, rancheras, chacareras, paso dobles, valses… hasta algunos temas brasileños propuestos por el párroco, quien entre vahos etílicos rememoraba los zambas, frevos y chorinhos de su lejano país de orígen.


Las gentes bailaban eufóricas lanzando papel picado, serpentinas de papel, y los chicos se divertían mojándolos con pomos cargados de agua perfumada de dudoso origen.

Muchas parejas se formaron en Tortuga en esas ocasiones y otras se des-hicieron por los volcánicos romances surgidos de tan paganas fiestas.


Los criollos y algunos pueblerinos en se arremolinaban al mostrador del bufé para comprar bebidas varias y algo de comida.

Lo mas común para los hombres era el Amargo Obrero, o la Ferro Quina Bisleri, algún vasito de tinto patero, o vermouth Globo, el todo regado con soda helada.

Las señoras, las chicas y los nenes tomaban Chinchivira o limonada casera, solo alguna que otra matrona se le animaba (en público) al vino blanco o rosado, que le mojaba de espuma el rudo bozo de la madurez menopáusica en destempladas caras rubicundas y pintorrajeadas.

Las comidas preferidas eran las empanadas de doña Luisa (la madre del Tigre) o los chorizos del “carniza” del pueblo, José Osvaldo Apicciafuoco, alguna que otra morcilla, y porciones de vacío y entraña. El chimichurri era absolutamente imprescindible y de rigor, porque la carne no siempre era muy fresca.



La noche que Gauna llegó al pueblo para festejar, nadie pensó que terminaría así.

Su caballo tordillo pardo, ornado y engalanado con bocado con adornos de plata y su mejor cojín causaron admiración.

Empilchado de domingo, engominado, de poncho y de chambergo a pesar del calor; Gauna asistió al Corso y luego rumbeó para el bufé del club, donde entre bromas, risas y carcajadas de los adoradores de Momo, se zampó discretamente tres vasos de caña Ombú.


Se acomodó la rastra de monedas brillantes, se limpió las botas relucientes con un lienzo, se arregló el pañuelo de seda al tono y extrañando su facón se fue al patio a jugar algún metegol, ver el torneo de bochas, y la final del “mundial” de truco que se disputaban esa noche.


Gauna era buen mozo, amable, cincuentón, soltero y solitario.

Uruguayo de Salto, venido hacía añares como domador de renombre.

Llegó de joven y se fue quedando en Tortuga, el tiempo poco a poco, lo había ido alcanzando.

Mas de una de las chicas y alguna matrona, secretamente, apretaban sus piernas cuando pasaba él, perfumando la tardecita.

No se le conocieron mujeres.

Decían que huyó de su pago por una vieja deuda de amor, una historia de polleras y de sangre, que él ni se molestaba en negar.

En sus ojos renegridos y brillantes, muy en el fondo, se veía una sombra opaca, oscura y triste.


Cuando daban las dos de la mañana, el baile decaía y los borrachos deambulaban sin mucho sentido ya, las parejitas se prodigaban caricias en la oscuridad, debajo de los paraísos, justamente por la ausencia tan esperada de las matronas.


Atrás de uno de los cipreses funerarios del club, en una zona de pastos altos que llamaban Prado Palermo, una de las parejas encontró, tirado, el cuerpo de Gauna.

La piba gritó estremecida al ver su cara pálida, sus ojos fijos y aún brillantes mirando los millones de estrellas que iluminaban la noche veraniega. El pibe la apartó y fue a llamar al Comisario Figueira.

En dos minutos todos rodeaban al finau.


Impecable, el chambergo de fiesta a un costado, con su poncho enrollado en el brazo derecho como única arma.

Sereno, con gesto fiero de corajudo y valiente como había sido, con una sonrisa en el rostro; su cuerpo muerto todavía sangraba por la herida hecha por el puñal que tenía clavado en medio del pecho y que relucía en su mango de plata…


Mientras se iba, el Emilio Gauna veía los faroles brillando en la noche, miraba las estrellas que lo llamaban, veía a toda la gente que lo venía a contemplar, al Gordo Olivera, al Hacha, Luquitas, los pibes, veía a todos!

Él sabía que su vida terminaría así.


Aquel episodio trágico de Salto, aquella noche de hacen 30 años, que él no había buscado, ni querido.

El coqueteo y los besos con la Lucía durante el baile de Carnaval, la reacción del marido, su muerte.

La imagen del cuchillo con mango de plata con sangre en su mano, y ella tirada en el piso con los ojos muy abiertos como pidiendo una compasión, que por alguna razón, él no supo darles.

Los mató sin piedad y huyó.

Tantos años!

Tanta distancia!

Tanta soledad y angustia!


Y cuando se creía mas lejos de aquel trágico episodio de su vida, cuando creyó que todo había pasado y abandonado el temor de la justicia humana, mas no de la divina, venía a pasarle esto!

Misterios del alma!


La sonrisa en los labios fue el último gesto al saber que no había tenido miedo cuando la muerte le llegó con esa sombra oscura…


A lo lejos se escuchaba una milonga campera:

Una duda resultó

Ser mucho mas fuerte

Una duda que enterró

El miedo a la muerte

En su ciego puñal

Una duda murió

En su cuerpo inerte!

El valor le llegó cuando era debido.

El coraje que pidió le fue concedido…


Siempre se había preparado, pero no sabía como era morirse.

Con su ultimo estertor le llegó la certeza que había cumplido con lo suyo.

Ahora si! 

Podía partir sereno a disculparse por fin, con la Lucía y su esposo.

No perdió ni ganó

Se marchó tranquilo



La muerte nunca se resolvió, por mas que el Hacha Figueira investigó varios meses. No hubo sospechosos y menos inculpados o detenidos.

Gauna fue enterrado al otro día y un mes después, luego de una violenta tormenta estival, en el humilde cementerio de Tortuga apreció, en su tumba, una leyenda que muy pocos leyeron, escrita con carbón decía: “todo se paga… no se huye de las deudas, ladrón de amores y vidas”




Inspirado en:


Milonga de Gauna – Jaime Roos (tema del Sueño de los Héroes, film de Sergio Renán, inspirado en un cuento de Alfredo Bioy Casares)


El dolor se le fue… como por artimaña

Vaya uno a saber

Si es así o si engaña

Su sonrisa final

Vaya uno a saber

Lo que quiso Gauna


Dicen que su canción

Ya estaba cantada

Quien pudiera decir hoy

Si sabía Gauna


En aquel carnaval

Cumpliría su rol

Misterios del alma!


Emilio Gauna murió en Palermo

En una noche de carnaval

Acuchillado en un mano a mano

Que se arrastraba de años atrás


Una duda resultó

Ser mucho mas fuerte

Una duda que enterró

El miedo a la muerte

En su ciego puñal

Una duda murió

En su cuerpo inerte!


El valor le llegó

Cuando era debido

El coraje que pidió

Le fue concedido


Encontró a su rival

Ni perdió ni ganó

Se marchó tranquilo




LINK: https://youtu.be/3chU6o6pKbY

miércoles, 12 de agosto de 2020

HISTORIAS DE TORTUGA CHUECA

 

El viaje del Tigre


El Tigre era el habitante mas antiguo de nuestro puebLo, porque si bien nació en Entre Ríos hace muchos años un 9 de julio, vivió, se crió, trabajó e hizo toda su vida en Tortuga Chueca.

No tuvo hijos.


Se lo conocía en todos los pueblos a la redonda, bajo varios legendarios apodos, desde el elogioso Tigre, hasta por el de Loco por su carácter jovial, divertido y un poco pendenciero en su juventud.

Supo gustarle el vino.

A veces se peleaba cuando caía la tarde en el boliche de Cardozo, que apenas era una piecita donde se juntaban los trabajadores como él. Paredes vacías, sol de noche al medio, piso de baldosas gastadas, unas mesitas y el mostrador. Afuera el palenque largo donde se ataban los caballos.

Los criollos se reunían a pelearle a la soledad por el camino del mal alcohol.


Las “famosas” peleas (que los protagonistas se empeñaban en agrandar) eran apenas unos entreveros truculentos, algunos gritos, el relumbrón de un cuchillo sacado mas para asustar que para hacer daño, unos insultos y un par de empujones torpes. Cosas de mamados.

Al boliche del Chueco Loayza, no lo dejaban entrar.Es que Laila decía que la miraba mal y que quería “acercarse” a las chicas.


Su madre, doña Luisa mujer de cuchillo a la cintura, tuvo durante muchos años, un bar con su cancha de bochas y un surtidor de nafta de bomba a mano, sobre el final de la calle principal, de la Estación del ferrocarril, unos 200 metros para éste lado.

El Loco ya no tenia bar, para que lo iba a tener, si lo llevaba adentro!

Pero siempre cuidó con pasión la cancha de bochas, que los domingos nos reunía para divertirnos y arrimarle al bochín.


El Tigre fue “peón golondrina” como le gustaba decir, trabajó siempre de sol a sol, con todas sus ganas, su dedicación y su mejor esfuerzo, dio su mano de obra a casi todos los estancieros, chacareros, al ferrocarril FCGBMitre, y a quien necesitara de él.

Plantó hermosas avenidas de añosos eucaliptus que adornan varias de las estancias de la zona, sembró al voleo estas ricas tierras, cosechó a mano, embolsó y hombreó los mejores frutos de Tortuga Chueca.

Fue cortador de ladrillo, hachero, alambrador, aprendiz de albañil... trabajó toda su vida.

Peronista de Eva, de corazón!


Era quien sabía cuando iba a llover, cuando haría frío (es famosa su frase... que frío es éste pueblo!), cuando se desbordaría el arroyo.

Sabia donde ir a cazar tortugas, adonde ponían sus huevos que él tomaba con cuidado dejando algunos para cría, él conocía “las cuevas” de los pescados, sabia donde hay patos y huevos de pato. La gente de la zona lo “dejaba” servirse alguna chaucha de arvejas o algún choclito.


El Loco, es quien sabía todo de por acá... y de todos.

Vivía en la casita al final de la calle del pueblo, donde dobla hacia el oeste, el Camino de Córdoba todavía le dicen; del lado de acá de la estación.

Ni siquiera era de él, se la prestaban.

Ocupaba solo la parte de atrás, en medio de una gran pobreza, con orden y limpieza.


Siempre usó ropas regaladas, las que combinaba con sus formas y toque tan personal. Siempre, o casi siempre de buen humor.

A veces se le ensombrecía la cara y hablaba de colgarse de un tirante, cansado de tanta pobreza y soledad.

Porque el Loco a pesar de todo el trabajo que le brindó a tanta gente, a pesar de los innumerables favores que hizo; nunca tuvo una jubilación, triste destino de los laburantes pobres abusados por sus patrones, la mayoría buena gente, pero desaprensivos para con las necesidades de los demás.

El Tigre mal sabia leer y escribir, claro que mucha falta no le hacia.


Una vez me vino a pedir perdón, yo no sabia ni porque

Y me contó que en un partido de fútbol que jugamos una tarde de invierno hace mas de 40 años y estando yo al arco, me había sacado un reloj dorado, lo había puesto junto a un poste y dejado olvidado.

Bajando la vista me dijo: - yo me lo robé, te lo quería decir desde hace mucho, y no me animé. Te juro que no lo vendí, se lo regalé a mi mama.

Perdonar que? Me dije yo.


El Tigre era como los pájaros de por aquí, libres, divertidos, confianzudos, con un cielo enorme para ellos, era bueno, comedido, muy trabajador, pero ya no había trabajo para él en las estancias.

Fue envejeciendo con el siglo, fuerte, flaquito, le quedaban pocos dientes, ya no bebía mas, se cuidaba. A veces no tenia que comer, lo ayudabamos como podíamos, solo pocos paraban en su casa para dejar algo de comida.


Ayer de tardecita vimos que de su rancho no salía humo y que había muchos bichitos de luz cerca del techo, haciendo como un camino que iba hacia el Arroyo del Medio, fuimos a ver y lo encontramos muerto. Se fue con la misma entereza y dignidad que había tenido para vivir, se murió solito, como había nacido.


En la piecita donde estaba, en una pared pintado con tizne decía: Soychu 2 (Abundio y el Tigre)– Gualychu 1 (Luna).

No entendimos pero las viejas se asustaron, o se hicieron las asustadas y llamaron al cura párroco Enrique das Neves Pessoa, el portugués, para bendecir el lugar.


Tigre, hermano, estés donde estés, sé que vas a estar bien, porque aún con algún vinito de mas, siempre supiste vivir.

Quisiera pedirte, que allá, conserves toda tu alegría, tu sonrisa y la carcajada explosiva. Todo va a estar mejor amigo, no habrá mas pobreza, soledad, ni angustias, no hará mas frío y ya no tendrás que esperar que te “tiren” unos pesos para poder comer.


Pasará la primavera en Tortuga Chueca, vendrá el verano y volverá a hacer frío, los yuyos irán ganado tu patio y desapareciendo tu orden, me gustaría que no voltearan la casita, que la Pachamama la llenara de pájaros.

Ahora vos, ya lo sabés: no somos nada!


Hermano, amigazo, compañero: nosotros por ahora, en nos vamos a ir quedando por acá. Seguro que un día de estos… nos volvemos a ver.

Cuidate hermano, te queremos y te llevamos por siempre en el corazón. Yo sé que nuestro amor te llega... porque te lo llevaste todo con vos!



(en homenaje a Hugo Rodriguez, el “Tigre”)




martes, 4 de agosto de 2020

HISTORIAS DE TORTUGA CHUECA






Luna Loayza


En el boliche del Chueco Loayza a veces se solía juntar mucha gente.

Sobretodo a la tardecita.


Era un local de 20 por 10, sin mucha mas decoración que algunos almanaques de Molina Campos, con esos gauchos, chinas, indios, perros y caballos con esos ojos enormes y saltones que cuando los miraba, ya entrado en copas, me daban hasta miedo.

Tenía tres faroles a gas de kerosén colgados del techo, de las vigas “largueras”.

Algunos estantes con bebidas viejas y añejadas y conservas de vaya a saberse que, todas amarillas por el tiempo.

El techo de tirantes de pinotea y “doblado” de ladrillos tejuelas, falsa bovedilla que le dicen.

Las ventanas chicas, con rejas y las paredes gruesas, dos puertas a la calle principal, piso de madera viejo, sucio y polvoriento.

El mostrador al final cerrando el paso a la cocina.


Las mesas de madera con sillas de Viena se repartían a voluntad de los parroquianos, claro que el Chueco y sus hijas las acomodaban temprano a la mañana cuando abrían.

Ahí no se hacía mucha comida, salvo las fechas patrias.

Mas que nada bebidas y alguna comida fácil para algún desprevenido.

Lo mejor era el locro de los 25 de mayo y el guiso de lenteja, para chuparse los dedos. Y unos salamines de campo, que el Chueco preparaba y que eran para comerse los dedos!


Nada de juego de naipes, alguna fecha patria guitarreada o payada.


Muy de vez en cuando se organizaba un asado, pero se lo comía en el gran patio de tierra que había a un costado del boliche, separando casa y negocio. A la sombra de los paraísos y tilos, o a la luz de los faroles.


El Chueco tenía 5 hijas.

Él criollo y su mujer de origen árabe.

Él chiquito, fuerte y ágil como perro chúcaro.

Ella monumental, morena y bella como pocas. Era la envidia de todos los hombres del pueblo.

Pero claro, los años no pasan en vano y con las hijas y la vida, la “turca” Laila fue perdiendo sus formas y su gracia, al ver que sus hijas irremediablemente la superarían, casi en todo.

Mujer de carácter, malo!

Pero con los amigos del Chueco siempre fue una buena mujer.


De las hijas una era mas bella que la otra.

En la época de mi relato iban de los 26 a los 14.

Fada, Luna, Mirella, Mora, y Carmen.

Todas primorosas, sencillas, comedidas, diligentes, siempre sonrientes y dispuestas a atender con gracia a los parroquianos.

Y éste humilde escriba, que en la época era un mocetón apuesto de 28 años, no podía evitar que los ojitos se me fueran detrás de las curvas de las hijas del Chueco, sobretodo cuando ya los ojos no se podían controlar mucho, por los eflúvios etílicos.

Laila y el Chueco se daban cuenta y me miraban entre risueños y serios, como para advertirme que si no era con “buenas intenciones”, ni me les acercara!

Y yo, como amigo que era, buen amigo, solo les tenía buenas intenciones!


La que mas me gustaba era Luna.

Tal vez no fuera la mas linda, o la de mejor cuerpo; pero su forma de moverse, su voz cantarina, sus pasos rápidos y como a los saltitos en el piso terroso, unas manos perfectas, caderas para soñar con mil viajes y unos pechos para abrazarla para siempre, apretándola contra el mio!

Que mujer, dulce y buena como ninguna!

Porque ya no era una niña o una muchacha, era toda una mujer!

25 florecientes años, tenía.


Una tardecita muy fría de invierno, de barro y lluvia, llegó al pago un forastero manejando un viejo Ford Carolina 1935, “voyturé”, V8, que máquina!

Llegó largando barro para todos los costados y a la entrada del pueblo el auto se le descontroló, por los patinazos, y le pegó de lado al tordillo del Rengo Walter Altamirano, que vivía justo en la curva.

Pobre caballo! Voló como 10 metros, largó un relincho que pareció era el último, pero luego se paró y salió “troteando”.

El Rengo miró al pajuerano y le dijo: - lo estropeó todo! me lo va a tener que pagar!

El coso, ni le discutió, metió la mano en el bolsillo, dijo: - cuanto?

En 20 segundos se pusieron de acuerdo en el precio, y el pueblerino le pagó y le dejó el caballo como si nada!


-Donde se puede comer y dormir?

El Rengo señaló lo del Chueco, que no era hotel pero que tenía unas piezas limpias donde se podía pasar la noche.

El veloz auto y su gobernante, partieron raudos y barrosos, acelerando por la calle principal rumbo a la esquina del boliche de mentas.


Se bajó del Forcito y dentró!

Encaró hacia el mostrador saludando con un… buenas tardes! que atronó el lugar.

Salio Laila muy solícita, en secándose las manos en el delantal.

Dicho lo que necesitaba el mozo, Laila lo acompañó a la mejor pieza que tenía libre, la única con lavatorio.

Abrió los postigos de las ventanas, le tendió la cama en un santiamén, mandó traer un “brasero” para templar el ambiente y le dejó el farol recién llenado de kerosén.

Los ojitos pícaros y sabios de la turca vieron que el mozo pueblerino era adinerado, por la ropa, la maleta y porque cuando le dijo lo que costaba la habitación por noche (el triple de lo habitual) , el tipo ni chistó.

Metió la mano al bolsillo y le pagó tres días y le dijo con tono fuerte: - el precio incluye la comida. No?

Fue tal el vozarrón, que la turca reculó un par de pasos y bastante asustada respondió: - Sss… si! Si usted quiere!

- Si quiero! fue la brutal respuesta de la boca sonriente del bello joven, con ojos de miel y cabellos rubios rizados, casi como un ángel.


Esa misma noche, entró al boliche saludó con voz potente, la radio a baterías atronaba un partido entre Racing y San Lorenzo. El “Santo de Boedo” ganaba fácil. El joven en voz alta apostó 30$ a manos de Racing, - porque no me gustan los santos! dijo.

Nadie topó la apuesta, pero Racing hizo 3 goles y ganó el partido.


Se sentó y pidió servicio.

Laila mandó a Luna, la chica le tendió la mesa, tomó el pedido y se sorprendió que en vez de un vaso de vino tinto, le pidiera una jarra grande.

Quedó obtusa y encantada por sus ojos de color miel y sus facciones perfectas.

Servido que fue el arrogante pueblerino, le dejó dos pesos a Luna y le peguntó si mañana estaría ahí. La chica le dijo que era su casa y que era la hija del dueño.


Al otro día el joven Juan Uchylaug que así se llamaba el coso (parece que era estonio), desayunó temprano y rumbeó para la Estancia La Escondida para comprar ganado y algunos caballos.

No volvió hasta la tardecita.


Entró taconeando fuerte y se paró frente al mostrador.

Por orden de su madre, Luna lo atendió de nuevo.

El jóven, de mal talante y de maneras no muy comedidas la invitó a dar una vuelta por el pueblo, así se lo mostraba, dijo.

Luna se encedió de felicidad pues el hombretón le gustaba. Le pareció un halago que el forastero se fijara en ella y la quisera como compañía.

Se volviéndose miró con orgullo a sus hermanas.

La madre accedió ya que aún no atardecía, pero le pidió: - tráigamela de vuelta antes de la noche?

Juan accedió sin rodeos.


La madre se soprendió que partieran en el auto, pero lo tomó como algo normal.

Cuando se hicieron las 8 de la noche y en no habiendo vuelto la pareja, el Chueco y Laila se empezaron a preocupar.

A las 9 ya casi no podían contenerse.

A las 10 ya de noche cerrada, eran todo temores y confusión.

Madre e hijas lloraban en un rincón. Yo las consolaba.

El Chueco y el comisario, el “Hacha” (por la nariz) Figueira, en salieron con el coche de la policía para ver si los encontraban.


Sin previo aviso y de repente se levantó un viento helado del sur, se ocultaron las estrellas, empezaron los truenos y relámpagos y se largó una lluvia torrencial que hizo imposible continuar la búsqueda. Todo se anegó, y el Arroyo del Medio se desbordó una vez mas, inundando el bajo. El pueblo y el boliche se llenaron de mariposones negros y molestos.


El cura párroco de Tortuga Checa, el inefable Enrique das Neves Pessoa, justo en ese momento, se tomaba una Ferroquina Bisleri en el bar.

Los padres desesperados y acongojados, acudieron a él para rezar por la salud de la chica. Ahí nomás, dirigidos por el cura portugués, todos nos pusimos a rezar.

Creo que esa noche recé mejor que nunca!

En serio que quería que Luna volviera y fuera mia para siempre.


En eso estábamos cuando Matías Flores, dijo: - y porque no vamos a ver a la pieza?

Hacia allí todos rumbeamos, raudos!

Precedidos por el Comisario Figueira y el Chueco. Golpearon varias veces, y solo el silencio se escuchó. El Comisario abrió “en nombre de la ley” y entraron.


Yo, que estaba afuera, solo pude escuchar el alarido desgarrador de Laila y los llantos de las chicas. Salieron corriendo y a los gritos mezclados con sollozos.

Cuando pasó la confusión y pude entrar al cuarto, en una de las paredes, pintado con un tizón del brasero, decía: - Soychu 1 (Abundio)… Gualychu 1 (Luna)


Y nunca mas se los vió, ni a la piba, ni al forastero.

Me quedé llorando y sin poder abrazarla!

Desde ese día, Tortuga Chueca, nunca mas tuvo noches iluminadas!