sábado, 22 de agosto de 2020

HISTORIAS DE TORTUGA CHUECA

 

El domador Gauna


Dicen que en todo pueblo chico las cosas del Universo se manifiestan como si fuera una gran ciudad. Como si en un solo punto, minúsculo, pudieran concentrarse todas las vivencias y energías del cosmos.

Y Tortuga Chueca no fue la exepción.


Los carnavales fueron siempre, fiestas de gran brillo y entusiasmo.

Las gentes del pueblito en se preparaban para el corso y los bailes casi todo el año.

Se adornaba todo con farolitos de papel de colores verdes, blancos y amarillos meses antes y se podaban los árboles de la calle principal para que no molestaran a las carrozas que pasaban tiradas por bueyes, yeguas o por tractores.

Se regaba el piso de la calle Mandariaga (en honor a los fundadores) horas antes, en la justa medida para que no hubiera barro o polvo.

Se preparaban los palcos y dos o tres escenarios para los festejos al aire libre.

Y la propaladora ponía mas altavoces cónicos en todas las pocas esquinas, para que nadie se perdiera la transmisión de los festejos que hacía, con su habitual locuacidad y su leve acento portugués, el cura Enrique das Neves Pessoa desde su parroquia, siempre tan brillante como excedido en sus comentarios y reprensiones para que el público no se desbordara, cuando el desbordado, no fuera él!


Sobretodo cuando pasaba la carroza del bar del Chueco Loayza, bautizado el Ciprés (en honor al Líbano, tierra original de su mujer Laila) y se lucían las cinco hijas del matrimonio, exhibiendo sus esbeltas figuras, sus ojos de cielo y sus cuerpos juveniles, claro que después que partiera Luna, no fueron mas.

Al cura, enamoradizo como era, le cambiaba la voz, se le ponía mas aguda, por evitar deshacerse en elogios ante la muchedumbre, elogiando a las “turquitas” (como las llamaban las gentes)


Cerrado el Corso, cada noche, la multitud se trasladaba en masa al Club Social y Deportivo Unidos de Tortuga, para el baile y cierre posterior de los festejos con fuegos artificiales, que su presidente el Gordo Olivera, traía de la lejana Rosario.

Pasión, Fuerza y Coraje era su lema de honor pintado en verde, sobre un fondo amarillo fuerte, en el frontispicio del club que había diseñado y construido el maestro albañil, don Ramón Rodriguez en sus años mozos.

El verde y el amarillo eran los colores de la divisa y pendones del humilde club pueblerino, que había elegido el cura párroco Pessoa, que en verdad no era portugués sino brasileño.


Las girnaldas que adornaban el galpón del club ni siquiera se descolgaban de año en año, solo se las limpiaba con unos plumeros largos.

Se preparaba el “bufé” en el extremo opuesto al escenario y siempre bajo techo, porque en tiempos de carnaval, es sabido que por las noches cálidas, siempre se armaba una buena tormenta de fin de verano.

Se iluminaba todo con decenas de faroles Sol de Noche a gas de kerosene que prestaba todo el pueblo. El pibito, en aquel entonces, Luquitas Altamirano (hijo del Rengo) era el encargado de “darle bomba” a los faroles para que no aflojaran, y el nene corria, entre su incesante parolteo, de gancho en gancho y de farol en farol para mantenerlos funcionando.


El Gordo Olivera y el Comisario Hacha Figueira eran los encargados de vigilar que todo ocurriera en orden y con respetuosa alegría.

Las orquestas se traían tradicionalmente de Venado Tuerto o de Pergamino.

Eran típicas que “ejecutaban” (literalmente) variados temas populares, desde tangos, rancheras, chacareras, paso dobles, valses… hasta algunos temas brasileños propuestos por el párroco, quien entre vahos etílicos rememoraba los zambas, frevos y chorinhos de su lejano país de orígen.


Las gentes bailaban eufóricas lanzando papel picado, serpentinas de papel, y los chicos se divertían mojándolos con pomos cargados de agua perfumada de dudoso origen.

Muchas parejas se formaron en Tortuga en esas ocasiones y otras se des-hicieron por los volcánicos romances surgidos de tan paganas fiestas.


Los criollos y algunos pueblerinos en se arremolinaban al mostrador del bufé para comprar bebidas varias y algo de comida.

Lo mas común para los hombres era el Amargo Obrero, o la Ferro Quina Bisleri, algún vasito de tinto patero, o vermouth Globo, el todo regado con soda helada.

Las señoras, las chicas y los nenes tomaban Chinchivira o limonada casera, solo alguna que otra matrona se le animaba (en público) al vino blanco o rosado, que le mojaba de espuma el rudo bozo de la madurez menopáusica en destempladas caras rubicundas y pintorrajeadas.

Las comidas preferidas eran las empanadas de doña Luisa (la madre del Tigre) o los chorizos del “carniza” del pueblo, José Osvaldo Apicciafuoco, alguna que otra morcilla, y porciones de vacío y entraña. El chimichurri era absolutamente imprescindible y de rigor, porque la carne no siempre era muy fresca.



La noche que Gauna llegó al pueblo para festejar, nadie pensó que terminaría así.

Su caballo tordillo pardo, ornado y engalanado con bocado con adornos de plata y su mejor cojín causaron admiración.

Empilchado de domingo, engominado, de poncho y de chambergo a pesar del calor; Gauna asistió al Corso y luego rumbeó para el bufé del club, donde entre bromas, risas y carcajadas de los adoradores de Momo, se zampó discretamente tres vasos de caña Ombú.


Se acomodó la rastra de monedas brillantes, se limpió las botas relucientes con un lienzo, se arregló el pañuelo de seda al tono y extrañando su facón se fue al patio a jugar algún metegol, ver el torneo de bochas, y la final del “mundial” de truco que se disputaban esa noche.


Gauna era buen mozo, amable, cincuentón, soltero y solitario.

Uruguayo de Salto, venido hacía añares como domador de renombre.

Llegó de joven y se fue quedando en Tortuga, el tiempo poco a poco, lo había ido alcanzando.

Mas de una de las chicas y alguna matrona, secretamente, apretaban sus piernas cuando pasaba él, perfumando la tardecita.

No se le conocieron mujeres.

Decían que huyó de su pago por una vieja deuda de amor, una historia de polleras y de sangre, que él ni se molestaba en negar.

En sus ojos renegridos y brillantes, muy en el fondo, se veía una sombra opaca, oscura y triste.


Cuando daban las dos de la mañana, el baile decaía y los borrachos deambulaban sin mucho sentido ya, las parejitas se prodigaban caricias en la oscuridad, debajo de los paraísos, justamente por la ausencia tan esperada de las matronas.


Atrás de uno de los cipreses funerarios del club, en una zona de pastos altos que llamaban Prado Palermo, una de las parejas encontró, tirado, el cuerpo de Gauna.

La piba gritó estremecida al ver su cara pálida, sus ojos fijos y aún brillantes mirando los millones de estrellas que iluminaban la noche veraniega. El pibe la apartó y fue a llamar al Comisario Figueira.

En dos minutos todos rodeaban al finau.


Impecable, el chambergo de fiesta a un costado, con su poncho enrollado en el brazo derecho como única arma.

Sereno, con gesto fiero de corajudo y valiente como había sido, con una sonrisa en el rostro; su cuerpo muerto todavía sangraba por la herida hecha por el puñal que tenía clavado en medio del pecho y que relucía en su mango de plata…


Mientras se iba, el Emilio Gauna veía los faroles brillando en la noche, miraba las estrellas que lo llamaban, veía a toda la gente que lo venía a contemplar, al Gordo Olivera, al Hacha, Luquitas, los pibes, veía a todos!

Él sabía que su vida terminaría así.


Aquel episodio trágico de Salto, aquella noche de hacen 30 años, que él no había buscado, ni querido.

El coqueteo y los besos con la Lucía durante el baile de Carnaval, la reacción del marido, su muerte.

La imagen del cuchillo con mango de plata con sangre en su mano, y ella tirada en el piso con los ojos muy abiertos como pidiendo una compasión, que por alguna razón, él no supo darles.

Los mató sin piedad y huyó.

Tantos años!

Tanta distancia!

Tanta soledad y angustia!


Y cuando se creía mas lejos de aquel trágico episodio de su vida, cuando creyó que todo había pasado y abandonado el temor de la justicia humana, mas no de la divina, venía a pasarle esto!

Misterios del alma!


La sonrisa en los labios fue el último gesto al saber que no había tenido miedo cuando la muerte le llegó con esa sombra oscura…


A lo lejos se escuchaba una milonga campera:

Una duda resultó

Ser mucho mas fuerte

Una duda que enterró

El miedo a la muerte

En su ciego puñal

Una duda murió

En su cuerpo inerte!

El valor le llegó cuando era debido.

El coraje que pidió le fue concedido…


Siempre se había preparado, pero no sabía como era morirse.

Con su ultimo estertor le llegó la certeza que había cumplido con lo suyo.

Ahora si! 

Podía partir sereno a disculparse por fin, con la Lucía y su esposo.

No perdió ni ganó

Se marchó tranquilo



La muerte nunca se resolvió, por mas que el Hacha Figueira investigó varios meses. No hubo sospechosos y menos inculpados o detenidos.

Gauna fue enterrado al otro día y un mes después, luego de una violenta tormenta estival, en el humilde cementerio de Tortuga apreció, en su tumba, una leyenda que muy pocos leyeron, escrita con carbón decía: “todo se paga… no se huye de las deudas, ladrón de amores y vidas”




Inspirado en:


Milonga de Gauna – Jaime Roos (tema del Sueño de los Héroes, film de Sergio Renán, inspirado en un cuento de Alfredo Bioy Casares)


El dolor se le fue… como por artimaña

Vaya uno a saber

Si es así o si engaña

Su sonrisa final

Vaya uno a saber

Lo que quiso Gauna


Dicen que su canción

Ya estaba cantada

Quien pudiera decir hoy

Si sabía Gauna


En aquel carnaval

Cumpliría su rol

Misterios del alma!


Emilio Gauna murió en Palermo

En una noche de carnaval

Acuchillado en un mano a mano

Que se arrastraba de años atrás


Una duda resultó

Ser mucho mas fuerte

Una duda que enterró

El miedo a la muerte

En su ciego puñal

Una duda murió

En su cuerpo inerte!


El valor le llegó

Cuando era debido

El coraje que pidió

Le fue concedido


Encontró a su rival

Ni perdió ni ganó

Se marchó tranquilo




LINK: https://youtu.be/3chU6o6pKbY

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