viernes, 19 de junio de 2009

A esta hora, exactamente, hay un niño en la calle

El titulo de éste blog es el de una canción, hermosa, que compusiera el poeta Tejada Gomez y cantara, entre otros, el Chito Zeballos y que éste mago escuchara en los 70s en las peñas y recitales estudiantiles.

Siempre me conmovió, profundamente.


La ausencia de madres/padres e hijos siempre me ha tocado alguna cuerda que vibra por sí sola.

La partida de mi padre a los 3 años, de mi mano, seguramente tiene que ver.

Pero entre los muchos dolores que una mujer o un hombre pueden sufrir... el que me parece mas desgarrador, es la ausencia de un hijo.


Hoy hablando con una amiga le decía: en éstas situcaciones, las mujeres sufren, aguantan y tienen la energía para seguir buscándo a sus hijos (las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, Madres del Dolor y tantas otras!).

Los hombres, en las mismas circunstancias, tendemos a disolvernos. Y la actitud (la energía) es fugarse (hacia otra vida o de la realidad) o morisrse de dolor.

Los hombres no solemos tener esa energía indómita que habita a las mujeres cuando de defender la vida se trata.


La historia de Bruno me conmovió.

Le escribí a su mamá, y me dijo que ayer 18 de junio fue su cumpleaños 21°, justo el día que me llegó el mail con su historia. No creo en las casualidades, mas bien en las sincronías.


Esta historia la escribí ya hace unos años al alejarme de mi hijo menor circunstancialmente.

Luego para nuestra alegría, nuestra vida y relación ha continuado con normalidad.


Su final es masculino.

Si Mandrake fuera Mandraka, sería diferente.


Paz, luz, armonía y amor


I n lake ch


Mandrake





Este relato lo escuche una noche fría, en un parador de la ruta, en una rueda de camioneros que entre cafés y charlas esperaban que se levantara la niebla y la escarcha.

Erase una vez un padre.

Un padre amoroso y amante de su hijo de 4 años, al que llevaba de paseo por primera vez a la gran ciudad para mostrársela, para contarle de ella, de sus historias, de sus gentes, para divertirse los dos y para pasarla bien juntos.

De pronto el niño se le soltó de la mano y corrió tras unas palomas en la inmensa plaza hasta perderse en el gentío, en un instante dejó de verlo.

Confío en que enseguida volvería, corrió con una sonrisa llamándolo, pero ya no lo volvió a ver.

Cayó la tarde y luego la noche, desesperado esperó en un banco de la plaza, queriendo que el niño volviera, se estrujó los dedos y las manos, secó mil veces las lágrimas con el dorso de la mano.

Preguntó, buscó, denunció.

Las autoridades le dijeron que se quedara tranquilo, que su niño ya aparecería.

Pasaron los días, las tardes y las noches y su hijo, su niño no apreció.

Lloró, sufrió, imploró al cielo y a todos los dioses que conocía, pero su niño no volvió.

Fue hasta el hotel y pagó, fue al auto, dejó allí prolijamente las ropas que no vestiría mas, los bolsos, los pocos juguetes que habían llevado, los cuentitos infantiles y los documentos de los dos, solo guardó una foto de su hijo y unas zapatillitas viejas y sucias de barro que, recordó, le hacían doler los pies.

Cerró el auto con llave y luego las arrojó en una boca de tormenta.

Llamó a la madre para contarle lo sucedido.

Luego de algunos días empezó a recorrer las calles llamándolo: Juan, decía, Juan repetía.

Detenía gentes y les preguntaba: han visto a Juan? Han visto a mi niño Juan?

Y nadie supo decirle nada de su hijo, de su niño, de su Juan.

Recordó tantas veces la canción que cantaba el Chito Zeballos que decía: exactamente a esta hora hay un niño en la calle.

Su vida se trastocó, él ya no tuvo importancia, su objetivo esencial fue encontrar a su hijito, recuperarlo y vivir para y con él. Vivir lo cotidiano, estar juntos, darle lo mejor y todo lo que tuviera. Acompañarlo a la cama cada noche y encontrar su sonrisa por las mañanas, bañarlo, ayudarlo a vestirse. Irse a jugar un fulbito a la plaza por las tardes, ir a la calesita, llevarlo y traerlo de la escuela tomados de la mano, encontrarse a comer juntos los domingos. Verlo crecer, hacerse muchacho y hombre después.

Compartir con todo amor los recuerdos, las dificultades y los aprendizajes de la vida, recorrer juntos una historia común.

Recorrió la gran ciudad, barrio por barrio, de día, de tarde y de noche.

Visitó comisarias, hospitales, hospicios, jardines de infantes primero y escuelas después.

Pero ya nunca volvió a encontrar a su niño Juan.

Lentamente los contornos de la realidad fueron volviéndose opacos, poco nítidos para él, pero no le dio importancia, fue detenido por vagancia, fue golpeado por la autoridad, fue socorrido innumerables veces por seres piadosos, vituperado por la mayoría y pidió limosna por las calles.

Sus ropas y él fueron envejeciendo.

Vio miles de niños, cobijó y dio amor a muchos chicos de la calle, ellos lo amaron y lo ayudaron en su búsqueda, pero nunca pudo o supo encontrar en ellos a su Juan.

Lloro tanto, tanto que perdió la sonrisa que su niño le daba y la vista de sus ojos.

Y deambuló incansablemente por la ciudad, se volvió un personaje al que todos compadecían, y a pesar de la desazón y la pena, nunca dejó de buscar a su Juan.

Su casa fue para siempre esa plaza inmensa donde lo vio por última vez, recordó en inviernos helados y en tardes tórridas, sus manitos grandes, su pelo castaño, suave y ondulado, sus piernas regordetas y sus rodillas juntitas.


Su dolor lo llevó a recorrer los insondables caminos del alma, allí encontró consuelo y amor para darle a los niños que lo acompañaban por las calles, compartiendo búsquedas.

Y por ése camino, no encontró la alegría, pero si la paz interior.

Murió muchos años después, una noche de invierno en que se le acabó la vida, envuelto en diarios viejos, al pie de un edificio, en una esquina ventosa, llamándolo.

Un hombre joven entre millones, encontró el cuerpo tirado en la esquina a la mañana siguiente.

Y luego de avisar a la policía, entre el gentío curioso, tomo de entre sus manos: una foto ajada y descolorida de un niño y un par de zapatillitas viejas, sucias de barro.

Se agachó, paso la mano por la frente del hombre, acarició sus cabellos blancos, le acomodó las ropas y le cerró los ojos por ultima vez.

Luego se marchó.

Arroyo del Medio, 15/08/01



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